Por Leonor Dangond Castro
Hace más de cincuenta años que conocí a ‘La Cacica’, la comadre como la llamaba mi tío Pepe Castro; mujer de rara belleza e ímpetu, sin saberse si la belleza le venía de su ímpetu o era su ímpetu y vehemencia lo que le daba un especial valor y belleza a su figura escultural y a lo que hablaba y proponía. La conocí siempre activa. Siempre proponiendo nuestras tradiciones y folclor para mostrarlo al mundo, en su organización de las hospitalarias casonas vallenatas para recibir a “medio Bogotá”, como decía.
La conocí en sus inolvidables ‘Cartas Vallenatas’ con las que empezó su carrera de periodista en El Espectador, con las que los vallenatos de todos los pelambres nos sentíamos parte de Colombia y del mundo. Como periodista, con sus acertadas críticas -que a veces no todos compartíamos– siempre expresó una valentía sin par.
Sintió y amó a su tierra con el amor que una madre tiene por sus hijos, sin perder nunca esa naturalidad y amabilidad de la mujer vallenata, amalgama genésica de la mezcla trietnica que ha sabido interpretar el alma vallenata en sus cantos. Asi son mis recuerdos de adolescente de ‘La Cacica’ Consuelo Araujo Noguera.
Ella luchó por sus sueños, por sus verdades, por ser mujer formadora de ideales, propiciadora de proyectos de investigación sobre nuestra cultura; auténtica como pocas, nunca, -ni siquiera el día de su posesión como ministra de Cultura- dejó la mochila arhuaca, que siempre llevó como reconocimiento a la cultura tayrona y a los euparis o chimilas que reinaron otrora en estas comarcas.
Pionera de los estudios sobre juglares y trovadores que generaron el incipiente interés de la hight cachaca a la que con el tiempo les vendría a caer la gota fría en razón del éxito del vallenato en Colombia y el mundo; tan alejado de solemnidades y estereotipos de la gente del antiplano y cuyo disfrute para los cachacos ella propiciaba en su casa en la plaza de Valledupar.
Su libro ‘Vallenatología’, publicado en 1978, y reeditado recientemente, es un acertado ensayo y reflexión sobre los orígenes, tiempos y escuelas del vallenato, definidas como vallenato-vallenato, vallenato bajero y vallenato sabanero y en el estudio sobre las primeras generaciones de acordeoneros, partiendo de 1840 aproximadamente, con José León Carrillo, Cristóbal Luquez en 1845, Abraham Maestre en 1855, Agustín Montero en 1870 y Francisco Moscote, más conocido como Francisco El Hombre en 1880. Fechas aproximadas que corroboran que la entrada del acordeón a la región, según fuentes históricas, se realizó hacia 1840.
Su testimonio periodístico sobre el compadre Rafael Escalona en ‘Escalona, el hombre y el mito’, es un concienzudo escrito sobre las peripecias y musas que inspiraron en sus cantos vallenatos al más grande y retórico trovador de los clásicos vallenatos: el maestro Rafael Escalona, de las cuales ella fue testigo de primera mano.
Su última obra publicada ‘Lexicón del Valle de Upar’ es un tratado de lingüística española, vallenata y trietnica y habrá de ser en si el reconocimiento a su vasto conocimiento sobre la cultura vallenata, y en el cual recoge palabras que nutrieron histórica, cultural y sensiblemente nuestro entorno. El pangar, aguaitar, el farto, la cosianfira, todas palabras que quedaron enredadas en el tiempo y detenidas en el habla de los otrora esclavos de las haciendas de las sabanas del Diluvio, de la hacienda Las Cabezas y otras extensas heredades pertenecientes al marquesado de Santa Coa, en Mompox. Palabras que tambien se cocinaban y reproducían en la boca de grandiosas y ocurrentes cocineras de las casonas vallenatas.
Recuerdo a Consuelo vestida de pilonera. Le admirábamos su risa joven y la manera como adornaba su cabello con flores de coral; aquel desfile, aquellos cantos del Pilón, mágicamente despertaron mis sentidos y mis sentimientos en los amaneceres del primer día de carnaval, siempre fueron un recorrido de fiesta y baile.
Recuerdo una multitud alegre que alborotaba la entrada de nuestra casa al amanecer, mi padre -alcalde de Valledupar por entonces- brindaba su hospitalidad abriendo las dos hojas de la puerta de la casa y a ella entraban entonces, bailando esa multitud de gentes con gaitas, llamadores y acordeones y un pilón enorme que llevaban entre varios y aposentaban a la entrada de las casas, cantando:
A quien se le canta aquí
A quien se le dan las gracias
A los que vienen de afuera
O a los dueños de la Casa
Recuerdo a Consuelo, organizando los eventos de la creación del departamento del Cesar en 1967, en la junta organizadora del primer Festival de la Leyenda Vallenata, en 1968. Hoy hemos de reconocerle que se merecía con creces su carácter de presidenta vitalicia del Festival de La Leyenda Vallenata, leyenda a la que la hemos incorporado por sus logros en la divulgación del folclor vallenato.
Como ministra de Cultura me confeso: “Durante 30 años hice del Festival Vallenato una empresa cultural con donaciones y patrocinios del sector privado. Solamente con el ministro Alberto Casas en 1998, recibimos ayuda del gobierno”.
Recuerdo su presentación de los Niños del Vallenato en la Casa Blanca, en Washington, durante la administración del presidente Clinton, quien dijo: “Los niños vallenatos no quieren ser guerrilleros sino acordeoneros”.
Para despedirme de este sentido homenaje a ‘La Cacica’ imagino un coro multitudinario cantando su vallenato preferido ‘Honda herida’ del maestro Rafael Escalona:
Yo tengo una herida muy grande que me mata
Yo tengo una herida muy honda que me duele
un hombre así mejor se muere
Ay, para ver si así descansa
Consuelo, no queremos acordarnos de ti como a la heroína que las armas borraron su risa y pensamiento inigualable, sino como la siempre viva Cacica Vallenata que permanecerá en el corazón de los vallenatos.